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A propósito del II Domingo de Pascua. (Evangelio: Juan 20, 19-31)

Ilustración (Redes sociales)

Por el Sacerdote Alberto reyes

Apr 17, 2023 | 9:27 AM


Todos nosotros hemos tenido experiencia de eso que llamamos “dobles discursos”, cuando una persona hace promesas, o defiende en discursos impecables ciertos comportamientos o ciertos valores cuando, en realidad, no tiene la intención ni de cumplir sus promesas, ni de vivir aquello que predica. Los “dobles discursos” pueden ser totalmente conscientes, y muchas veces lo son, pero pueden ser inconscientes, pueden ser auto engaños, dobles discursos que nos creemos nosotros mismos.

Juan pone en boca de Tomás una declaración hacia Jesús: “Señor mío y Dios mío”. Juan escribe su Evangelio en la época del emperador Domiciano, que quería ser honrado como señor y dios y cuyas órdenes empezaban diciendo: “Domiciano, nuestro señor y nuestro dios ordena que…” Ante esta pretensión, Tomás, símbolo de la Iglesia, de todo aquel que sigue a Cristo, dice refiriéndose a Jesús: “Señor mío y Dios mío”. Pero, ¿qué ha sucedido antes?

Ha sucedido que los discípulos estaban encerrados “por miedo a los judíos”. Los “judíos”, para el apóstol Juan son los incrédulos, los que se oponen a la propuesta de Jesús, los que se sienten incómodos con la luz de Cristo. Son los que no aceptan el Evangelio como propuesta de vida y no sólo se oponen a los cristianos sino que los atacan, los acosan, los persiguen… Y los discípulos están asustados, tienen miedo y se repliegan, se “refugian” entre muros seguros, se avergüenzan de ser discípulos. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia…

Ante esta realidad, Jesús “se deja ver”. El texto no dice que “se aparece” sino que “se deja ver”, porque siempre está, su presencia es permanente. Y muestra sus manos, signos del obrar humano, de la propuesta de un mundo mejor donde se trabaje por construir la paz, el amor, la justicia, la vida. Es el modo de recordarnos que existimos como Iglesia para hacer presente y visibles las manos del Señor, para realizar su obra. Y esto es imposible si Cristo no es “mi Dios y Señor”, aquel que me hace caminar por encima de mis miedos.

Por eso Jesús les desea la paz, la serenidad que nace no de la ausencia de problemas sino de la certeza de que, pase lo que pase, él está. Por eso “sopla” sobre ellos, y Juan usa un verbo que solamente se utiliza dos veces en el Antiguo Testamento: cuando Dios “sopla” aliento de vida para crear al ser humano, y en la visión de Ezequiel de los huesos secos, donde el “soplo” de dios hace revivir lo muerto. Cristo “sopla” su aliento de vida sobre los discípulos y luego pide “perdonar los pecados”, con una expresión que significa “echar fuera el mal, hacer desaparecer lo injusto”, pero acoger esta misión es imposible si Cristo no es “mi Dios y Señor”, aquel que me hace caminar por encima de mis miedos.

Tomás duda, le cuesta fiarse, le cuesta “lanzarse”, le cuesta confiar en la fuerza del Evangelio y enfrentarse a un mundo agresivo donde aparentemente es inútil hablar de amor, de justicia, de paz, un mundo donde aparentemente el cristianismo está destinado a fracasar.

Pero Tomás, símbolo y modelo nuestro, no se deja secuestrar por su inseguridad, no deja que sus temores tengan la última palabra, y se reafirma en su condición de discípulo proclamando a Jesús como su Dios y Señor, como el único que puede hacerlo caminar por encima de sus miedos.

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