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Aquí, ni pan con azúcar

Ricardo, un desamparado en Camagüey. (foto, Tanteando Cuba).jpg

Por Ana León

Feb 10, 2023 | 9:15 AM


Rafael recuerda con nostalgia, y casi saboreándose, los días de su infancia en pleno Período Especial, cuando llegaba a su casa hambriento, después de horas de mataperrear, y se iba directo a la cocina, agarraba un pan, abría el tambuche de azúcar y sobre la masa espolvoreaba tres, cuatro, cinco cucharadas del dulce. Se lo comía en un santiamén, lo desatascaba con un vaso de agua y de nuevo a mataperrear.

Me cuenta su historia porque reconoce que sus dos hijos están pasando hambre. “Ellos no lo dicen, y se conforman con lo que su mamá y yo podemos darles; pero cuando me pongo a comparar, me doy cuenta de que ellos tienen menos de lo que tuve yo, y eso me parte el corazón”, lamenta.

Rafa compra diariamente una bolsa de pan que le cuesta 250 pesos. Trae ocho panes pequeños, de esos que hay comerse dos para sentirse más o menos satisfecho. Destinan cuatro al desayuno de la familia y los otros cuatro a la merienda de sus hijos en la escuela, dos para cada uno.

“Podría ser uno para cada uno y así ahorramos algo; pero aguantar con un pancito en el estómago el día entero no es fácil. Nos da lástima. A veces mi esposa y yo no desayunamos para que ellos tengan merienda cuando vengan de la escuela porque llegan ‘fachaos’ (con mucha hambre)”, afirma.

La historia de Rafa y su mujer se multiplica en miles de hogares cubanos, donde los mayores optan por pasar hambre para que sus niños sufran un poco menos. Sin embargo, el único dilema no es conseguir el pan. A veces simplemente no pasa el vendedor porque no se consiguió la harina, o la levadura que entró era de tan mala calidad que solo sirvió para elaborar el pan normado, pero no el que se vende tan caro en el mercado negro.

Si el vendedor desaparece por varios días, la gente sabe que, cuando vuelva, la misma bolsa de ocho panes estará más cara.

“La he pagado hasta en 350 pesos. Ahora mismo el vendedor que pasa por mi cuadra la tiene en 300”, asegura Beatriz Carmona, madre de dos niños que cursan la escuela primaria. “A veces me desespero porque una bolsa de pan en mi casa no dura nada. Ellos siempre tienen hambre. Yo sé que es la edad, pero me llevan de la mano y corriendo (…) Aquí en la Habana Vieja los vendedores tienen los precios por las nubes. Como ven que esto está de nuevo lleno de extranjeros, se hacen la idea de que una va caminando y los dólares caen de los balcones”.

El incremento de turistas en el Centro Histórico no ha hecho ninguna diferencia en el poder adquisitivo de Beatriz, que trabaja para el estado y cobra 3 600 pesos mensuales para mantenerse ella y a sus dos hijos. A veces gana un extra, pero eso no significa que pueda darse gustos. La mujer lamenta que antes se podía comprar algún dulcecito, pero ahora una tortica de morón cuesta ochenta pesos.

“¿Tú sabes lo que es eso? Yo y mis hermanos crecimos comiendo torticas, era lo más normal del mundo. Ahora una sola, que tampoco es la delicia ni mucho menos, me cuesta una fortuna. Es inconcebible lo que pasa en este país”.

Beatriz recuerda cómo en su época de estudiante universitaria —no tan lejana— compraba diez torticas de morón en la dulcería “San José”, al final del bulevar de Obispo, donde costaban 0.10 centavos CUC, y con eso se mataba el hambre, a la vez que disfrutaba de un postre que le fascina desde la infancia. Hoy no puede recordar la última vez que compró dulces para ella y sus niños. Ni siquiera puede hacerlos en casa porque el azúcar de la cuota no alcanza.

Desde hace meses los retrasos e irregularidades en la entrega del azúcar —refino y crudo— por la cartilla de racionamiento golpea duramente a los cubanos, que se han visto obligados a incurrir en un gasto extra para endulzar el café, la leche o el jugo del desayuno, cuando hay.

“El bodeguero siempre tiene azúcar blanca, a cien pesos la libra, pero hoy mismo la tiene a 120, y no queda más remedio que comprarla”, cuenta Silvina Duarte, amante de la repostería, que cada día ve más reducidas sus posibilidades y gustos. La señora, que presume de haber comido dulces de todo tipo y a sus 76 años tiene la glicemia “en talla”, confiesa que nunca pensó que la crisis cubana llegaría a los campos de caña.

“Mi padre decía que en un país las cosas van mal de verdad cuando falta el pan, pero yo en el caso de Cuba diría también que cuando falta el azúcar (…) Sin esas dos cosas, tú puedes decir con seguridad que este país se jodió”.

La conclusión de Silvina coincide con la de Rafael, varias décadas más joven, aunque él pertenece a la generación que entiende que Cuba comenzó el proceso de autoaniquilación cuando se dejó arrancar las libertades individuales. A Silvina le duró un poco más la visión romántica sobre el proceso revolucionario; pero ambos, desde sus respectivas experiencias, entienden que una mesa donde falta el pan es la más pobre sobre la faz de la tierra, y que el país que alguna vez fue primer productor y exportador de azúcar en el mundo tiene que estar hundido sin remedio cuando ni siquiera puede garantizar dos libras por consumidor, una vez al mes.

 

Cortesía de  CubaNet

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