Luis Cino
Apr 3, 2021 | 12:35 AM
Por Luis Cino
LA HABANA, Cuba. ─ Muchísimos cubanos que fuimos adolescentes y jóvenes en los años sesenta y setenta, de tanto que los castristas nos quisieron imponer la música cubana ─o lo que entendían como lo más valioso de ella─, terminamos haciéndole rechazo y prefiriendo los ritmos extranjeros, principalmente el rock y el soul.
En eso, como en otras muchas cosas más ─su lucha contra las creencias religiosas, por ejemplo─ el castrismo consiguió precisamente lo contrario de lo que buscaba. Y es que nada resulta tan atractivo como lo prohibido, especialmente para la gente joven.
Cuando más rígida era la prohibición de escuchar música norteamericana o británica ─considerada por el régimen como “la música del enemigo” y una peligrosa arma del “diversionismo ideológico”─ esta era profusamente escuchada por los jóvenes a través de las emisoras de radio del sur de Florida (principalmente la WQAM) y de los discos que entraban al país los funcionarios, artistas, deportistas, marineros y otros que lograban viajar al exterior.
En realidad, eran muy pobres las referencias que teníamos de la música cubana. Los comisarios castristas fueron muy torpes con sus políticas culturales, también respecto a la música. Solo promovían la que consideraban apropiada para los valores de la nueva sociedad socialista. La otra la borraron, como si no hubiese existido. Eso, amén de que prohibieron, luego de que se fueran de Cuba, a varios de los mejores exponentes de la música nacional, como Celia Cruz, Bebo Valdés, Meme Solís, Martha Strada, Blanca Rosa Gil y Olga Guillot.
A propósito de estas dos últimas intérpretes, el bolero, aunque se siguió escuchando, llegó a ser considerado un género decadente, deformante por melodramático y machista, que poco tenía que decir y enseñar a las nuevas generaciones. Estas, si querían escuchar canciones de amor, debían ser las que, entre teque y panfletos, hacían Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, Noel Nicola y demás cantautores de la Nueva Trova.
Fue así como vinimos a conocer muchísimos boleros famosos no por sus intérpretes originales de antaño, sino allá por 1970, en las versiones del boricua José Feliciano, que, dicho sea de paso, también estuvo prohibido en Cuba durante muchos años, al igual que Roberto Carlos y hasta Julio Iglesias, luego de la furia de la película La vida sigue igual.
Y es que en cuanto a prohibiciones y censura, los comisarios castristas no se medían. En 1971, luego del Congreso de Educación y Cultura, prohibieron también el inocuo pop español con el que había sido sustituido el rock norteamericano e inglés, e intentaron imponer, alegando “la solidaridad con los pueblos latinoamericanos”, la música andina fusionada a la cañona con ritmos cubanos en grupos como Moncada, Manguaré y Mayohuacán.
Solo quedaron para sacar la cara por la cancionística cubana un puñado de buenas intérpretes, como Elena Burke, Omara Portuondo, Moraima Secada y Beatriz Márquez.
También hubo problemas a niveles absurdos con la canción romántica. Recordemos el caso de la compositora Ela O’Farrill, censurada y llamada a contar por su canción Adiós felicidad.
En cuanto a la música bailable, solo los más viejos recordaban que habíamos tenido a Arcaño y sus Maravillas, Arsenio Rodríguez, Chapotín, la Sonora Matancera, la orquesta Casino de la Playa, etc. Para los más jóvenes eran “cosas de viejos”. Ellos solo conocían los pocos ritmos surgidos después de 1959: el mozambique de Pello el Afrokán, el pilón y el pacá de Pacho Alonso y el dengue de Roberto Faz. Pero estos fueron modas pasajeras, que no dejaron huellas significativas.
No fue hasta el periodo comprendido entre 1970 y 1972 que se produjo una verdadera innovación en la música cubana con la creación por Juan Formell y Chucho Valdés, respectivamente, de Los Van Van e Irakere.
En 1979, a través del programa televisivo “Para bailar”, se intentó avivar el gusto de los jóvenes por el casino y otros bailes cubanos, hasta entonces considerados “cheos”.
El venezolano Oscar de León, cuando vino al festival de Varadero de 1983, reprochó a los soneros del patio por no saber improvisar e hizo redescubrir a los cubanos al hasta entonces casi olvidado Benny Moré.
Ya en ese momento los comisarios habían tenido que resignarse a aceptar la música salsa que, según denunciaban, era una falsificación de las disqueras extranjeras para apropiarse del son cubano, aprovechándose del vacío creado en el mercado musical por el embargo norteamericano a Cuba.
En la actualidad, la música cubana, salvo unas pocas excepciones, está en crisis ante la hegemonía del reguetón y el trap más mediocre y grosero y su monótono ritmo machacoso.
La música cubana vivió su mejor momento antes de 1959, en la época republicana, cuando los gobiernos no diseñaban “políticas culturales” y nada se prohibía ni era impuesto. Fue la época en que surgieron y se desarrollaron, la rumba, el son, el mambo y el chachachá. Y eso, a pesar de la influencia de las jazz bands norteamericanas. Es más, estas se nutrieron de músicos cubanos que llegaron a revolucionar el género, como fueron los casos de Chano Pozo, Machito y Arturo O´Farrill, precursores de lo que más tarde se denominaría latin jazz.
En los años anteriores al triunfo de la revolución de Fidel Castro, cuando mayor era la influencia cultural norteamericana, los cubanos lo mismo escuchaban boleros que jazz y bailaban tanto al compás del son y el mambo que del rock and roll.
Y en cuanto a la llamada “música culta”, existieron Ernesto Lecuona y Gonzalo Roig sin necesidad de llevar compañías de ópera a las lomas o de que algún funcionario municipal convocara a las masas “a bailar y gozar con la Sinfónica Nacional”.
La música cubana, como la norteamericana y la brasileña, es lo suficientemente rica para mantenerse fuerte, sin necesidad de prohibiciones o imposiciones oficiales.
En casi toda la música bailable que ha existido en el mundo en los últimos cien años han estado presentes, en mayor o menor medida, los ritmos cubanos. Ello, sin embargo, no debe llevarnos a actitudes vanidosas y chovinistas como las de comisarios culturales del castrismo como el ya fallecido musicólogo y trompetista Leonardo Acosta.
Jamaica, mucho más pequeña que Cuba y con menos habitantes, ha producido ritmos como el mento, el rocksteady, el ska y el reggae, que han tenido gran impacto internacional. Y está también el caso del calypso de las diminutas islas del Caribe.
Fue un disparate pretender que la música cubana fuera ajena a toda influencia foránea. Ninguna música es absolutamente pura. Y no solo en el interrelacionado mundo actual. Recordemos que el mambo de Pérez Prado fue influido por el jazz y que la Banda Gigante de Benny Moré fue conformada al modo de una jazz band. Pero yendo más atrás, el danzón, que evoca por momentos la música cajún de Luisiana, se originó de la contradanza que trajeron al oriente de Cuba los colonos franceses que huyeron de la revolución haitiana en los primeros años del siglo XIX.
De no ser por las interferencias y las limitaciones absurdas impuestas por el castrismo, la música cubana pudiera haberse hecho sentir más en el mundo. Tal vez algún rockero cubano le hubiese tomado la delantera a Carlos Santana, o alguna orquesta cubana hubiese hecho un concierto antológico como el de la Fania All Stars en Zaire en 1974, donde, por cierto, una de las principales estrellas fue la proscrita en su país Celia Cruz.
Cortesía Cubanet